

En cada rincón del mundo donde estalla una guerra, hay jóvenes que empuñan un arma y apuntan a otros jóvenes que no conocen, a personas que jamás les han hecho daño. Lo hacen —según les dicen— en nombre de la patria, de la defensa de una bandera, de una supuesta identidad nacional o incluso de la voluntad de un dios. Pero debajo de esos discursos inflamados, se esconden verdades mucho más oscuras: la guerra no es más que una gigantesca estafa emocional al servicio de intereses económicos, geopolíticos y corporativos.
¿Quién gana con la guerra?
No ganan los pueblos, ni quienes combaten, ni quienes entierran a sus muertos. Tampoco ganan los millones de desplazados, mutilados y traumatizados que dejan estos conflictos. Quienes ganan —y mucho— son las grandes empresas de armamento, los gobiernos que aumentan su influencia regional, los especuladores que comercian con materias primas y las élites que desvían la atención de sus propios fracasos internos.
En cada guerra, hay fábricas que multiplican beneficios, bolsas que suben con el anuncio de un conflicto, políticos que se consolidan agitando banderas, y grandes medios que alimentan el odio para hacer negocio con la audiencia.
La bandera como trapo que tapa intereses
Nos hacen creer que los colores de una tela —una bandera— justifican el asesinato de seres humanos. Se nos educa para amar “nuestra” patria, pero no se nos explica que ese amor se convierte, a menudo, en la justificación para odiar a los demás. Las fronteras, muchas veces dibujadas con sangre y colonización, se convierten en campos de batalla donde mueren personas por el capricho o el cálculo de quienes jamás pisarán el frente.
Religiones enfrentadas por poder, no por fe
Las guerras religiosas tampoco lo son. No se trata de Dios, de Alá, de Yahvé o de ningún otro nombre sagrado. Se trata de controlar territorios, recursos, mentes. Se trata de manipular la fe para provocar miedo y movilizar a poblaciones enteras hacia el fanatismo, mientras los que organizan la matanza negocian con petróleo, gas o contratos de reconstrucción.
Una resistencia necesaria, una resistencia pacífica
Frente a esta sinrazón, solo queda una alternativa digna y humana: la resistencia pacífica. Decir no. No a la guerra. No al militarismo. No al discurso del odio y el enemigo interno o externo.
La ciudadanía tiene más poder del que cree. Nuestra voz, nuestro voto, nuestras decisiones de consumo y de participación pueden ser herramientas decisivas para bloquear el engranaje de la guerra. Podemos exigir gobiernos que no financien conflictos, medios que no propaguen la mentira belicista, escuelas que enseñen el valor de la vida y no el culto a la muerte.
La paz como acto de valentía colectiva
No hay mayor valentía que negarse a matar. No hay mayor revolución que desobedecer el mandato de la guerra. No hay mayor honor que alzar la voz por la paz cuando todo nos empuja al odio. La historia nos ha enseñado que ninguna guerra nos hace más libres ni más seguros. Solo nos hace más pobres, más rotos y más manipulables.
Es hora de romper el hechizo. De desenmascarar la gran mentira. De recordar que ningún dios, ninguna bandera, ningún trozo de tierra vale la vida de un solo ser humano. Y de construir, desde abajo y desde ahora, una cultura de paz radical, decidida y comprometida.